Bruno Napone, siciliano de sesenta y cinco años de edad, levantó el revólver, contuvo el aliento, cerró un ojo y tomó la punterÃa. Luego descargó las seis balas del tambor. Agujereó una ventana, perforó el televisor, destrozó platos y tazas, y dejó balas en tres de las paredes. Mientras tanto, gritaba despavorido: «¡No dejen que me agarre, no dejen que me agarre!»
A Bruno no lo perseguÃa la policÃa; él no tenÃa enemigos ni lo habÃan asaltado los ladrones. Bruno huÃa de su propia sombra, una fobia que lo habÃa dominado desde la infancia.
En su casa no encendÃa luces. SalÃa de ella sólo en los dÃas nublados o de lluvia. Si veÃa su sombra en el suelo o en las paredes, le sobrevenÃan un temblor incontrolable y unos sudores frÃos. «Es trauma infantil», concluyó el médico. Pero para Bruno Napone, si bien era una obsesión muy extraña, era también muy verdadera.
Hay muchas personas que, como este anciano de Sicilia, viven huyendo de su propia sombra. Son las que guardan en su conciencia algún delito no confesado. Hay mujeres que han cometido adulterio, y temen que ese adulterio se descubra y que la vergüenza y sus terribles consecuencias caigan sobre ellas y su familia. Hay hombres ejecutivos, tanto de empresas privadas como funcionarios del gobierno, que han cometido una estafa, y aunque disfrutan del dinero obtenido, viven pendientes de la posibilidad de que se les descubra. Tiemblan ante el sonido de una hoja, o de la sirena de un radio patrulla, o huyen de su propia sombra. Cada mañana leen la crónica policiaca con angustia.
Es justo, bueno y sano que nos remuerda la conciencia a tal grado que no podamos eludir nuestra culpa. Triste es cuando la persona pierde toda sensibilidad. Quien no siente en el corazón el ardor de un delito escondido, de una infidelidad oculta, no tiene ninguna esperanza de ayuda. El cargo de conciencia es un indicio de que todavÃa hay esperanza de libertad. Para el enfermo que no siente su mal, no hay remedio alguno.
Pero ¿a quién acude la persona que se siente morir bajo el peso de una culpa? El primer paso es buscar a Dios. Jesucristo es la propiciación entre nuestro pecado y el Juez del universo. Una vez que nuestra culpa haya sido borrada delante de Dios, es entonces fácil encarar la justicia humana. No sigamos huyendo de nuestra propia sombra. Entreguemos a Cristo nuestras culpas. Él nos limpiará de todo pecado.
Fuente: www.conciencia.net
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