Cuando la inseguridad nos atrapa, la verdad que más necesitamos es aquella que más nos cuesta alcanzar.
Si tu Ley no fuera mi regocijo, la aflicción habrÃa acabado conmigo. Jamás me olvidaré de tus preceptos, pues con ellos me has dado vida.
Salmo 119:92-93 (NVI)
De pie en la orilla de la piscina, miré a mi hermana, que en ese entonces tenÃa unos 4 o 5 años. Ella chapoteaba en los escalones del lado bajo de la piscina.
«Yo ya dejé de jugar en la parte baja, pensé. Tengo 9 años; ya soy lo suficientemente grande para saltar a la parte honda.»
Asà que salté. El agua frÃa me envolvió. Mi cuerpo descendió hasta que mis pies tocaron el fondo, y entonces me impulsé de nuevo hacia la superficie. Fue emocionante.
Un dÃa se me ocurrió que podÃa llevar a mi hermana conmigo. PodrÃa subirse a mi espalda y yo bajar con ella por la pendiente que une la parte baja con la parte honda, dando pasos y brincos.
Una vez le conté mi plan, me sorprendió de que ella dudara de mÃ. Tuve que convencerla con mucho esfuerzo y hacerle múltiples promesas de que no irÃamos más allá de donde ella se sintiera segura.
Finalmente, se subió a mi espalda y rodeó mis hombros con sus brazos. Caminé lentamente hacia la pendiente. Un pasito hacia abajo. Dos pasos. Tres.
En el tercer paso, me resbalé.
Ambas nos hundimos. Las manos de mi hermana, que estaban en mis hombros, se deslizaron hasta mi garganta. Se sentÃa como si ella creyera que la única forma de salvarse era apretándome el cuello con más y más fuerza. Mi mente se nubló. No podÃa orientarme para encontrar la salida. Lo único que tenÃa claro era que me estaba ahogando.
Por extraño que parezca, no recuerdo cómo nos salvaron. Tal vez es porque logramos llegar a la parte superficial y para los demás no fue tan dramático como yo lo recuerdo. Pero pienso en ese momento frecuentemente. Y cada vez que ese pánico regresa o lo siento crecer dentro de mà ante alguna situación que enfrento, trato de recordar que el pánico normalmente no salva a nadie. Hacer señales de socorro puede ayudar a salvar la vida. Pero la mayorÃa de las veces, el pánico estorba más de lo que ayuda.
¿Sabes dónde veo con más frecuencia este tipo de ahogamiento que no conlleva agua? En las inseguridades de una mujer.
Te garantizo que alguna vez has sentido los efectos asfixiantes de la inseguridad, aunque no la llames asÃ. Ideas falsas como estas se meten en nuestros pensamientos…
No eres tan talentosa, inteligente o con la experiencia de ella.
Protégete y cuida tu dignidad. Ni se te ocurra intentar este nuevo desafÃo.
Si tan solo fueras más organizada, intencional o creativa como lo son ellas, tal vez podrÃas lograr esto. Pero la realidad es que no lo eres.
¿Cómo sé que sientes estas cosas? Porque yo también las he experimentado.
Asà como en aquella piscina hace tantos años, puedo pasar de estar segura con la cabeza fuera del agua a resbalar en una pendiente, sin nada de qué agarrarme. Entonces la inseguridad, que siempre está presente de alguna manera, se aferra mortalmente a mi garganta.
Mis inseguridades me sujetan hasta el punto en que nada que me de vida puede entrar. Olvido la verdad. Empiezo a alejarme de todos. Mi mente se nubla y, de repente, no sé encontrar el camino hacia la seguridad.
Me estoy ahogando.
Eso es lo que sucede con la inseguridad. Cuando nos atrapa, la verdad que más necesitamos es aquella que nos es más difÃcil alcanzar. Puedo estar cerca de la verdad y, aun asÃ, estar ahogándome en mis inseguridades. Puedo tener la verdad en mi mesa de noche. Puedo escucharla en una predicación los domingos. Pero tomarla, pararme en ella, y permitirle que cambie mi manera de pensar, lejos del pánico, requiere que la verdad se encuentre más que cerca.
Requiere que la verdad esté dentro de mÃ, guiándome, renovando mi pensamiento y susurrando: «la seguridad está aquÃ. La inseguridad dejará de asfixiarte cuando te quites su atadura. La inseguridad solo tiene poder sobre ti cuando le permites controlar tus pensamientos».
Mientras nos deleitamos y vivimos la Verdad de la Palabra de Dios, se convierte en un salvavidas para nuestras almas. Vemos esto expresado maravillosamente en los versÃculos clave de hoy: “Si tu Ley no fuera mi regocijo, la aflicción habrÃa acabado conmigo. Jamás me olvidaré de tus preceptos, pues con ellos me has dado vida” (Salmos 119:92-93).
PermÃteme entrar en tu historia por un momento. Estoy en la parte superficial de la piscina. Me aferro con una mano a la barra inamovible de la Verdad, y extiendo mi otra mano para alcanzarte.
Sujétate. Sal y regresa del lugar donde te estás hundiendo. Y desde lo más profundo de tu alma, recupera el aliento.
Por: Lysa Terkeurst
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